El Orden Sacerdotal es un sacramento que, por la imposición de las manos del obispo, y sus palabras, hace sacerdotes a los hombres bautizados: les confiere poder para perdonar los pecados y convertir el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Este Sacramento lo reciben aquellos que se sienten llamados por Dios a ser sacerdotes para dedicarse a la salvación eterna de los hombres.
Sacerdotes célibes
La vocación al Sacerdocio lleva consigo el celibato, recomendado por el Señor. La obligación del celibato no es por exigencia de la naturaleza del Sacerdocio, sino por ley eclesiástica.
La Iglesia quiere que los candidatos al Sacerdocio abracen libremente el celibato por amor de Dios y servicio de los hombres, para que puedan dedicarse completamente al bien de las almas, sin las limitaciones del tiempo y las preocupaciones que supone sacar adelante una familia. El sacerdote debe estar libre para dedicarse, cien por ciento, al cuidado de las almas.
El sacerdote sin familia está más libre para el apostolado; y la Iglesia, en dos mil años de experiencia, así lo ha advertido, y por eso exige el celibato a sus sacerdotes.
Fundamento teológico del celibato
Sobre todo, el celibato sacerdotal tiene un fundamento teológico: Cristo fue célibe, y el sacerdote es “alter Christus”, es decir, otro Cristo. El amor de Jesucristo es universal, igual para todos; sin los exclusivismos propios del amor matrimonial. Así debe ser el amor del sacerdote.
La vocación no consiste en recibir una llamada telefónica de Dios. Si un muchacho tiene buena salud (no es necesario ser un superman), es capaz de hacer estudios (no es necesario ser un genio), puede vivir habitualmente en gracia, con la ayuda de Dios (no hace falta ser ya un santo), tiene buena intención (no se trata de buscar el modo de ganarse la vida); es decir, busca su propia perfección y la salvación de las almas, debe preguntarse si Dios lo llama al Sacerdocio.
Pocos trabajadores en la viña
Hay que pedirle a Dios que haya muchas vocaciones sacerdotales y religiosas, pues hacen falta muchos párrocos, misioneros, predicadores, confesores, maestros, y también muchas Hermanitas de los Pobres, de la Caridad, en los hospitales, en los asilos, religiosas en las escuelas, colegios, etcétera; y otras tantas en los conventos de clausura que alaben a Dios y pidan por los pecadores.
Los padres tienen obligación grave de dejar en libertad a sus hijos que quieran consagrarse a Dios. Pero también sería pecado -y gravísimo- inducir a sus hijos, por motivos humanos, a abrazar, sin vocación, el estado eclesiástico.
P. Jorge Loring