Editorial
Declarar inconstitucional el que una ley considere el matrimonio como la unión que se celebra entre un hombre y una mujer no viene a ser el fin de una serie de ataques que esta institución ha sufrido en los últimos tiempos; más bien, constituye un punto de inflexión en la larga lucha que la Iglesia ha dado para mantener en vigencia los preceptos que Jesucristo dejó en custodia y preservar de este modo uno de los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Como se ha subrayado antes enLa Senda, en estos tiempos merece especial atención el asunto de la manipulación del lenguaje por parte de quienes ponen en duda la condición de la dignidad de la persona humana y se agrupan en torno a lo que el Papa Juan Pablo II, llamó la “cultura de la muerte”: en las discusiones sobre el respeto a la vida, sobre la familia, sobre el matrimonio y la condición sacerdotal (en ciertos lugares y momentos) el cristiano ha de estar alerta y defender lo que en conciencia el Evangelio le pide.
A menudo, el lenguaje, como una herramienta natural de la vida cotidiana en todos los ámbitos, sufre modificaciones, cambios, e incluso alteraciones que atentan no ya digamos contra el concepto que le corresponde, sino contra la dimensión que pueda ocasionar al hacer un mal uso de algunas palabras. “Matrimonio” es un vocablo traído y llevado tan insistentemente en los últimos tiempos que cabría hacer algunas apreciaciones para saber de qué estamos hablando cuando decimos que es un término que se manipula como si se tratara de un concepto que puede sufrir cuanta variación se le ocurra a sus detractores, opositores y críticos, todos pregoneros y promotores de declarar la igualdad de un matrimonio entre un hombre y una mujer y cualquier otra unión que una ley contemple y promueva en las entidades federativas del país.
Hay que considerar entonces dos niveles de dificultad cuando se trata de tergiversar la correcta acepción de un término. En el que nos ocupa, “matrimonio”, se toma y revuelve con miras a causar confusión, a beneficio de grupos o según del legislador en turno –o jueces en este caso– y que los hablantes lleguen a adoptar su nueva denominación. En este sentido se trataría de un efecto de nominalismo, es decir, el significado puede variar notablemente según las determinaciones voluntarias de quienes definen su contenido. Por ejemplo, la Suprema Corte, aduce que “la ley de cualquier entidad federativa que, por un lado, considere que la finalidad del matrimonio es la procreación y/o que lo defina como el que se celebra entre un hombre y una mujer, es inconstitucional”. Se trata, como puede verse, de una falsa definición, acomodaticia para los fines que esta determinación quiere imponer.
“Se debe volver, por consiguiente –afirma Warwick Neville, doctor en Teología por la Angelicum de Roma–, a una concepción del lenguaje que se inclina ante las realidades que no forma el hombre, sino que, por el contrario, se le imponen y, ante los hechos, enunciados precisamente en el lenguaje”. Es decir, si el matrimonio es una realidad natural, no puede reducirse a un contrato constantemente sometido a los riesgos de las voluntades visibles. Que es, precisamente, lo que ahora está ocurriendo en nuestro país. “Pero las dificultades ligadas al lenguaje sobre el matrimonio y la familia –abunda Warwick, profesor permanente del Pontificio Instituto Juan Pablo II de Melbourne– se colocan también en el plano teológico”. Para revelarse a los hombres, Dios recurre al lenguaje de los hombres, un lenguaje que expresa la experiencia humana y que en su simiente contiene el que el hombre mismo pueda recibir la luz de la fe. A través de este crisol, aderezado con la revelación y ley divinas, es que el cristiano ve y practica el Sacramento del Matrimonio. Esta disposición de la Suprema Corte se atiene a las realidades temporales, pero el Matrimonio está sujeto a la ley de Dios, ni más ni menos.