En el futbol, como en la vida, cuando la pelota corre las oportunidades son para los dos equipos: hay que atrapar, a mano limpia, el camarón en la corriente. Cuando un país se enfrenta a otro (cosa no cierta, pero se han encargado de hacérnosla creer) en un campeonato mundial lo patriotero asoma incluso desde debajo de las piedras. México, por ejemplo, un país acostumbrado a los descalabros más que a los triunfos en esta arena, es dado a lanzar las campanas al vuelo apenas asoma un ligero motivo de alegría. Dice Juan Villoro que la mercancía más barata en México es la ilusión. Dos casos señeros: el empate que consiguió la selección mexicana frente a Brasil en la copa mundial (hay que decir, sin embargo, que había motivos para ello) y el triunfo de Costa Rica sobre la poderosa Italia: pronto salieron los triunfalistas que decían que se podía conseguir la copa y los agoreros que alegaban que, en el primer caso, ni siquiera se había tratado de una victoria, sino de un empate y, por si fuera poco, a cero goles. Un empate, así, sabe a gloria. Es su justa dimensión. Y no es resignación o apocamiento.
Lo que se queda en la cancha
Reseñando ese histórico partido de México en un campeonato mundial, digamos: si Memo Ochoa alcanzó la altura del mítico Gordon Banks con esa atajada al cabezazo de ese artista del pop que es Neymar –definición de Jorge Valdano–, o la certeza de que Andrés Guardado está hecho para estos partidos (cómo olvidar aquel contra Argentina en un mundial en el que le pintó la cara a los laterales mejor pagados del mundo), o si Rafael Márquez es el Káiser que comandó a un equipo que no se intimidó ni por un segundo ante el pentacampeón del mundo…. Todas son cuestiones que en el transcurso del partido alcanzan una valía de suyo impresionante, pero que, tras el silbatazo final, pasan a formar parte de ese legajo que desempolvamos nada más que cuando, en otro encuentro, el balón de nuevo corre y las banderas en las gradas se agitan.
A otra cosa, mariposa
El aficionado deja las preocupaciones de lado y se enfrasca en lo que sucede en ese rectángulo verde, porque “el hincha vive y muere” estadio adentro –cito de memoria a ese futbolero uruguayo de Eduardo Galeano. La esperanza, se dice bien, es lo último que muere, y en el caso de los resultados de este par de juegos citado entre mexicanos y brasileños y entre ticos e italianos es lo que único que tuvo lustre: si un equipo “se mata” en el campo, los que están en las gradas, los que lo ven por la televisión, no tienen más que agradecer que –como en esos campitos de tierra de la infancia– uno busque que el buen futbol suceda –aunque se dé a cuentagotas. Y cuando sucede, lo dice el mismo Galeano, sea cual sea el equipo que lo ofrece, hay que quitarse el sombrero, ponerse de pie, gritar y desgañitarse; pero acabado el espectáculo –como una función de teatro o de circo– hay que volver a la cotidianidad más pura y deslucida. Ahí, entonces, fuera de la cancha es que el partido alcanza su verdadera dimensión: la de elevarse como un entretenimiento que alivia y distrae, y abocarse a las preocupaciones y responsabilidades propias del devenir de la vida. Sí, a otra cosa mariposa.
Lección que atañe a todos
Ramón López Velarde escribió en la “La suave patria”: “Patria, tu mutilado territorio / se viste de percal y de abalorio”. Qué mejores palabras para definir ese empate con los brasileños y la derrota de Italia ante Costa Rica. Un país no es mejor ni empeora si triunfa en un estadio. Coincido con Kyzza Terrazas cuando dice que es falso que el futbol sea una tontería. Tampoco es el topus uranus. La cosa es que si el futbol es un aliciente, un antídoto o una inyección de sobrada adrenalina habría que encauzar ese vigor más allá de un imaginario en el que 22 hombres corren por una bola de cuero como si lo hicieran por su vida. Porque de ese modo habría que correr por las calles, todos los días y por cualesquiera motivo: la vida al alcance del que la procure. La lección, como puede verse, nos atañe a todos. Y ¡ay de aquel que la olvide o la eche en saco roto!
Jacinto Buendía
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