Editorial
Hoy el debate sobre la libertad religiosa y el estado laico ha recobrado fuerza, lo que nos obliga a hacer un seria reflexión.
La ingerencia en los destinos de México de ideologías y grupos contrarios a la religión en general, y a la católica en particular, así como la presión de intereses extranjeros, ha sido una fuente abundante de prejuicios y contradicciones entre líderes de pensamiento y políticos, avivada lo mismo por prejuicios de toda índole que por conductas cuestionables de la misma comunidad católica, en lo que mira a la comprensión de los tiempos o la elección de los modos para defender la libertad a que tenía derecho.
En el momento actual, y a la luz de la enseñanza misma de la Iglesia expresada en el Concilio Vaticano II, la comunidad católica rechaza todo intento de instaurar “una religión de Estado”, insistiendo constantemente en la justa separación de esferas que debe darse en la sociedad, excluyendo al clero, además, de todo protagonismo político partidista. El mismo Concilio establece que a los laicos les corresponde la construcción de las realidades temporales.
El Estado mexicano, por su parte, ha reconocido y corregido los graves errores que cometió en el pasado al querer imponer al País un conjunto de normas constitucionales contrario a la libertad religiosa, corrección claramente expresada ya desde la reforma de 1992. Con estas reformas, la Iglesia recuperó su personalidad jurídica, y los miembros del clero volvieron a ser ciudadanos mexicanos con el goce de todos los derechos que nuestra Carta Magna otorga a todo ciudadano, como la protección de las leyes, el respeto a la propiedad individual y social, la libertad para expresar su pensamiento, la libertad de manifestación y movimiento, el derecho de autogestión interna de las iglesias, etcétera.
Estas enmiendas, lejos de lesionar al Estado laico, lo han fortalecido y clarificado, pues ‘laico’ no es ni ha sido nunca sinónimo de anticlerical o antirreligioso, aunque así lo hayan entendido en la práctica muchas personas poco informadas. La laicidad del Estado consagra una postura de equilibrio por la cual sus representantes no utilizan la maquinaria del poder político para atacar o favorecer la aceptación o rechazo de religión alguna, ni hacen de la profesión religiosa una causa de discriminación o preferencia en la aplicación de las leyes, mismas que deben valer para todos, independientemente de las personales convicciones religiosas que puedan tener aquellos que ejercen cualquiera de los tres Poderes. Se entiende, asimismo, que quienes ostentan cargos públicos, en función de las mismas libertades constitucionales, tampoco tienen por qué esconderse para practicar su religión, si bien tampoco la usarán con fines electorales.
Esta laicidad consagra igualmente la absoluta libertad de expresión para todo ciudadano mexicano, independientemente de la religión que profese o del cargo que en ella ostente, pues de otra manera volveríamos a las condiciones del Estado represor y dictatorial que ya en algunos momentos de nuestra historia hemos padecido; libertad que el pasado de México limita cuando de expresar preferencias electorales se trata, en el caso de los ministros del culto, y que por equidad debería entonces ampliarse también a los líderes sindicales y a los mismos jefes de la burocracia estatal.
Si en el acontecer cotidiano todavía se dan polémicas respecto a las opiniones emanadas por líderes religiosos, sobre la infinita diversidad de temas que interesan a la sociedad, se debe más a la inercia de los prejuicios jacobinos que a una infracción de leyes que, en todo caso, hace mucho tiempo fueron modificadas.