El desarrollo personal y la vida comunitaria

En la misma línea de reflexión que he venido tratando sobre el desarrollo del espíritu en la persona, se encuentra otro punto que es la relación que se establece con los demás de manera cotidiana, en la familia, en el trabajo y en la comunidad. Los valores y la empatía representan un apoyo para vincular el desarrollo personal y la relación con los demás.

Un espíritu pleno y valioso implica construcción

En la mitología griega Sophrosine o Sophrosyne es una daimon o espíritu que personifica la moderación, la discreción y el autocontrol; el equivalente romano es Sobrietas (Sobriedad). Una persona con estos valores mantiene el equilibrio que ayuda o facilita la mediación entre los demás; es capaz de equilibrar y conciliar en situaciones conflictivas; hay un claro manejo de los valores universales como el respeto a la pluralidad, la dignidad y el diálogo. Desarrollar un espíritu pleno y valioso implica una construcción, y ha de comenzar con la voluntad honesta y responsable de querer ser una persona capacitada para vivir en comunidad, y la humildad de reconocer que solo no se puede, que hay que buscar los recursos humanos y trascendentales que ayudan en este desarrollo. Reconocer y aceptar son aptitudes para propiciar el encuentro con personas que han ya desarrollado, por profesión o por experiencia vital, una trayectoria ilustre en el camino hacia la construcción como persona. El recurso trascendental en el caso de los cristianos católicos es la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia.

Fe, esperanza y amor

Pablo les dice a los Corintios que la raíz de las divisiones es la inmadurez de la fe que se apoya  en la sabiduría humana y no en la divina. Al apoyarse en la sabiduría divina, si verdaderamente se cree en este apoyo, se encontrarán interrogantes sin respuesta sobre la persona del otro. San Francisco de Asís, con la sabiduría divina en el vértice de su oración, pide ser un instrumento de paz, pide no ser comprendido sino comprender, no desde las expectativas personales, no desde las propias ideas de una conducta social, sino desde esa sabiduría divina que no pocas veces se entiende, que solo resta asumir desde la fe y la comprensión de por qué el otro es cómo es.

El símil del cuerpo que San Pablo les ejemplifica la vida en Cristo a los Corintios (1Cor 12) es la pluralidad que forma un todo, la diversidad se alza sobre el fundamento de unidad. Las dinámicas de interacción entre personas, cuyo fundamento de fe es común, suponen y garantizan además la armonía y la felicidad. No resulta fácil lograrlo, mas no es imposible, pues los cristianos poseemos las tres virtudes básicas: fe, esperanza y amor. Toda reflexión sobre el sentido de vida cristiana se inscribe bajo estas virtudes.

Enseñarnos a vivir nuestra propia vida

La humildad de conocer y reconocer lo que yo soy. ¿Qué parte del cuerpo soy? Cabe considerar si la envidia de que el otro es lo que yo no soy pueda estar como subterfugio, esquivando la ausencia del autoconocimiento y ensombreciendo la valía que uno mismo tiene de su persona. En ocasiones la valía distorsionada que se tiene de la propia persona provoca sentimientos anclados, tal es el caso de la envidia, de los celos o la apatía; obstruyendo la fluidez del Espíritu en la persona.

La fe de creer en el otro. Él es lo que es y es diferente a mí, pero con la misma dignidad. Tanto vale su persona como la mía, y si es necesaria la corrección fraterna está la referencia del amor cristiano que comprende, respeta y perdona. El otro es otra parte del cuerpo, del mismo cuerpo.

La esperanza de que todos los miembros de la comunidad puedan ser la parte del cuerpo, al que por voluntad divina y por libertad humana se da respuesta, y que no desea más que ofrecer un testimonio de plenitud.

El amor como un acto de voluntad también incluye la responsabilidad de enseñarnos a vivir nuestra propia vida, un viaje constante a nuestro interior, saber lo que tenemos que hacer y hacerlo. Y si somos parte de Cristo, hay que conocerlo para tener más claridad en eso que tenemos que hacer de manera sustancial en nuestra vida en comunidad. Si nos hemos comprometido en el proyecto cristiano, estamos comprometidos con el otro. Revisar constantemente las actitudes, formas de vida, la voluntad que circunscribe la decisión de amar, en medio de la vida, de lo cotidiano, de reconocer a Jesucristo en medio de los que nos rodean. Vale la pena cuestionarnos sobre cómo aprendimos a amar, cuál ha sido la experiencia de amor en lo personal, a fin de revisar humildemente qué se tendrá que renovar, reconstruir o propiciar en los actos de amor que personalmente manifestamos a los demás. Que las experiencias dolorosas no nos replieguen en la desconfianza o resentimientos, sino que sean el crisol de un amor adulto que no es más que ser la parte del cuerpo de Cristo que decidimos ser.

 

 Laura Retes

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perezsandy59@gmail.com)

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