Catequistas, los invitamos a que sigamos fortaleciendo nuestra vida espiritual. En el artículo del mes de mayo contemplamos la alegría de la Resurrección de Jesucristo. Ahora reflexionaremos en el corazón de Jesús: lleno de amor, que se entrega y se da de una manera incondicional a todos los hombres; para luego confrontarnos con Él y descubrir si estamos correspondiendo a su amor y si nuestra práctica catequética la hacemos con el mismo amor de Jesús.
“Tú al menos ámame”
Jesucristo en sus apariciones a Santa Margarita María de Alacoque le mostró su corazón, y le dijo: “Mira este corazón que tanto ha amado a los hombres y a cambio no recibe de ellos más que ultrajes y desprecio. Tú, al menos ámame”. Sabemos que el corazón es símbolo del amor, del afecto y del cariño. Y que el corazón de Jesús significa amor en su máximo grado; amor hecho obras; impulso generoso a la donación de sí mismo hasta la muerte. Es en el corazón abierto de Jesús donde encontramos el amor poderoso y secreto que inspiró toda su vida.
Cuando Cristo mostró su propio corazón no hizo más que llamar nuestra atención distraída sobre lo que el cristianismo tiene de más profundo y original; el amor de Dios. Nos llama a todos, pero de una manera muy especial a nosotros, los catequistas: “¡Mirad cómo os he amado! ¡Sólo os pido una cosa: que correspondáis a mi amor!”.
Hemos de corresponder al amor de Jesús desde nuestro corazón humano, no solo con los sentimientos, sino con toda la persona; que quiere, que ama y trata a los demás. El corazón es considerado como el resumen y la fuente de todo lo que el hombre es y hace. Decimos que un hombre vale lo que vale su corazón. Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón se dirige a toda la persona, “porque donde está tu tesoro allí está también tu corazón”(Mt 6, 21).
¿Hemos perdido la capacidad de amar?
Pero, actualmente, ¿cuál es la respuesta al amor de Jesús, en general? Podemos decir que no es muy adecuada, porque sufrimos una grave y crónica afección cardíaca, que parece propia de nuestro tiempo: está disminuyendo, e incluso muriendo, el amor; el corazón se enfría y ya no es capaz de amar ni de sentirse amado. Es una característica de los últimos tiempos –como nos indica la Sagrada Escritura– de que se “enfriará la caridad de muchos” (Mt 24, 12).
¿Quién de nosotros no sufre esta enfermedad del tiempo actual? ¿Quién de nosotros no sufre esta falta de amor desinteresado hacia Dios y hacia los demás? ¿Quién de nosotros no se siente cautivo de su propio egoísmo, el cual es el enemigo mortal de cada amor auténtico? ¿Y quién de nosotros no experimenta, día a día, que no es amado verdaderamente por los que lo rodean?
Cuántas veces nuestro amor es fragmentario, defectuoso, impersonal, porque no encierra la personalidad total del otro. Amamos algo en el otro, tal vez un rasgo característico, tal vez un atributo exterior (su lindo rostro, su peinado, sus movimientos graciosos), pero no amamos a la persona como tal, con todas sus propiedades, con todas sus riquezas y todas sus fragilidades. Tampoco amamos a Dios tal como Él lo espera, “con todo nuestro corazón. Con toda nuestra alma. Con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas” (Mc 12, 30).
El amor incodicianal de Jesús
He aquí, pues, el sentido y la actualidad de nuestra devoción al Sagrado Corazón de Jesús. A este tan enfermo corazón moderno contraponemos el corazón de Jesús, movido de un amor palpable y desbordante. Y le pedimos que una nuestro corazón con el suyo, que lo asemeje al de Él y que haga un intercambio, un trasplante de nuestro pobre corazón, reemplazándolo por el suyo, lleno de riqueza. ¡Que tome de nosotros ese egoísmo tan penetrante que reseca nuestro corazón y deja inútil e infecunda nuestra vida! ¡Que encienda en nuestro corazón el fuego del amor, que hace auténtica y grande nuestra existencia humana! Y ¡efectivo el anuncio del Evangelio!
María Adela Suárez Luna
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