Con la invención de la escritura, que vino a facilitar los procesos comunicativos entre las personas, se inició una espiral de cambios que acabaron en una explosión tecnológica e innovadora que se vio cristalizada en aparatos y medios destinados a una más rápida y eficaz interacción entre los seres humanos: la escritura, la imprenta, la electricidad, el radio, la televisión, el cine, y otros tantos adelantos que han facilitado un sinnúmero de procesos que tienen lugar en la vida cotidiana.
El objeto que persiguen los medios de comunicación es, obviamente, comunicar a gran escala, estrechar esa sociedad de masas que tan bien definió Umberto Eco; sin embargo, según el uso y los alcances los medios tienen un público destino: el del cine es informar mediante el entretenimiento, cuya principal herramienta es la imagen, lo que contribuye a su fácil exhibición en cualquier lugar, y reporta un mayor espectro de influencia y divulgación. Los temas que aborda son tan disímiles entre sí, que igual tiene eco entre públicos más o menos formados y en aquellos que por mucho tiempo han carecido de la instrucción más básica, de una proyección profesional e, incluso, de cierto poder económico.
El cine como medio
El cine (apócope de la palabra “cinematógrafo”), que fuera bautizado como el séptimo arte por Ricciotto Canudo en 1912, es hoy en México poco menos que una industria: si alguna vez tuvo tiempos de bonanza, sobre todo en la Época de Oro con el apoyo de compañías estadounidenses, y alguno que otro incentivo gubernamental en distintos periodos a lo largo de su historia, la cinematografía nacional adolece en la actualidad de una sólida estrategia de soporte económico y publicitario, y brega con sus propios recursos, pues hace mucho que canceló “la posibilidad de un cine comercial, (bien hecho) digno y competitivo, en un mercado dominado por Hollywood”, subraya Juan Carlos Vargas, investigador del Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos de la Universidad de Guadalajara.
El acabóse sobrevino durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, documenta Vargas, pues durante este sexenio se dio la quiebra de la distribuidora Películas Nacionales (1991), y la liquidación de la cadena de exhibición Compañía Operadora de Teatros (COTSA) dos años después, que, no obstante sus deficiencias, eran las principales distribuidoras de películas nacionales.
El séptimo arte al más puro estilo mexicano
El primer contacto del cine con México se dio al año siguiente de la invención del cinematógrafo: en agosto de 1896, en el sótano de la droguería “Plateros” (hoy calle Madero) en la Ciudad de México, se proyectó aquel primer cortometraje mudo de los Lumiére, “La llegada del tren a la estación”; asombrando a todos los presentes que abarrotaron el lugar.
A partir de ese momento el cine nacional comenzó un peregrinaje que lleva ya más de cien años, en los que ha abarcado desde las películas a blanco y negro y silentes que retrataron los hechos armados que tuvieron lugar en nuestro país, la bienamada Época de Oro –mezcla de lo rural y lo urbano–, el cine de ficheras y cantantes, el de narcotraficantes y terror, hasta llegar a lo que se conoce como el nuevo cine mexicano y el llamado posindustrial (según Vargas, el que hace Guillermo del Toro, Cuarón y otros realizadores en Hollywood).
Primeras producciones
Antes de la aparición del cine de la Época de Oro, ya se hacían películas de corte cómico (“El Peladito”), inspiradas sobre todo en el trabajo de las carpas que recorrían pueblos y ciudades, y melodramas urbanos cuyos escenarios principales eran las vecindades y barrios populares de la Ciudad de México. Se trataba de dos propuestas que se proponían retratar la vida tal cual ocurría en las calles: con sus detractores y promotores, y con un bajo presupuesto, este tipo de cine logró trascender y llevar ante el espectador lo que vivía en el día a día: Cantinflas (con “Ahí está el detalle” de Juan Bustillos Oro), por ejemplo, generó una identificación que realzó la imagen del mexicano, de lo mexicano, de lo popular, de lo cercano al trajín en las clases más bajas en contraposición con las altas esferas.
Época de Oro
Esta importante producción fílmica va de finales de la década de los años treinta hasta los últimos años de los setenta. La época dorada de un cine que de alguna forma reforzó el imaginario identitario del país: en la pantalla pudo verse a ese México que más que una masa desperdigada, aunque pobre y desfavorecida, sobrevivía unida bajo la premisa de los lazos familiares y la amistad barrial y de vecindad, ahí radicaba el valor y las señas de lo que éramos. Recuérdese, si no, “Nosotros los pobres” de Ismael Rodríguez o “El papelerito” de Agustín Delgado.
Como medio de comunicación el cine en esta época fue un importantísimo catalizador de las cuestiones sociales, de todo aquello que el mexicano común quería llegar a ser y que, pese a todo esfuerzo, nunca pudo lograr: “Los olvidados” de Luis Buñuel (director español avecindado en México), constituye la muestra de esa clase baja que aspiraba irrumpir en todos los estratos sociales y veía, sin embargo, cómo se cerraban todas las puertas.
Política, ficheras y policías y ladrones
Este paréntesis fílmico se abrió con la llegada al poder del presidente Luis Echeverría. Tras el descontento que respiraba todo el país por la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, los productores se inclinaron por un cine con temas políticos, que llevaran a la pantalla problemas tan enraizados como la libertad de expresión y la libertad política, además de otras preocupaciones. Hoy algunas de estas películas son consideradas de culto, como “La matanza de Tlatelolco”, dirigida por Jorge Fons y “Canoa” de Felipe Cazals.
Enseguida comenzaron a hacerse filmes cuyo contenido no pasaba de una historia vana, pero salpicada de chistes de doble sentido, palabras altisonantes y albures, además de desnudos y situaciones ridículamente enredosas como inverosímiles. A ello se le llamó cine de ficheras. Una época fílmica degradante, lastimera e infumable.
Por otra vertiente, pero sincronizado con la realidad emergente en el país, comenzaron a popularizarse y exhibirse en cines producciones que retrataban el tema de moda: el narcotráfico y la lucha de las fuerzas policiacas por silenciarlo. Valentín Trujillo y los hermanos Almada fueron los protagonistas de un sinnúmero de historias. De estas producciones más vale olvidarse.
Nuevo cine mexicano
Esta corriente cinematográfica se inauguró, según coinciden algunos investigadores y críticos de cine, con aquella multipremiada película “El callejón de los milagros” de Jorge Fons (inspirada en la novela homónima del escritor egipcio Naguib Mahfouz), aunque otros señalan que “La mujer de Benjamín” fue el filme detonante de esta nueva propuesta, incluso algunos se inclinan por “Principio y fin”o “Profundo carmesí”, ambas de Arturo Ripstein. Sea como fuere, lo cierto es que el cine nacional pasaba por una crisis, no sólo financiera y de credibilidad, sino que daba ya patadas de ahogado antes de la irrupción de una camada de directores que vinieron a refrescar la escena cinéfila mexicana, encabezados, entre otros, por Ripstein, Hermosillo, Fons, Cuarón, entre otros.
No debe dejarse de lado, sin embargo, que el cine producido en la última década del siglo pasado y los primeros nueve años de éste, lamentablemente ha experimentado un estancamiento que amenaza con cerrar un ciclo más: su centro hoy es la violencia descarnada en las ciudades, la vida liviana, el mundo superfluo de las clases acomodadas en contraposición con las penurias de las ciudades perdidas de las periferias urbanas, el amor que se da a plazos y a precio, un objeto que se obsequia y quita al antojo; el sexo como moneda de cambio, como arma eficaz y destructora, como herramienta de chantaje sentimental, y como premio buscado por la juventud en toda clase de lugares; en fin, violencia, sexo, lenguaje bajo, familias desarticuladas, sociedades fragmentadas, total ausencia de identidad nacional, de símbolos identitarios, todo ello pueblan hoy las temáticas del nuevo cine mexicano.
La primera película mexicana, que data de 1898, fue “Gavilanes aplastados por una aplanadora” de Salvador Toscano. Y “Santa”, rodada por Antonio Moreno en 1931, homónima de la novela de Federico Gamboa, fue la primera película que incorporó sonido en nuestro país.
Jacinto Buendía
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