El celibato sacerdotal, ¿una forma de represión?

En una revista de espectáculos estadounidense fueron publicadas, en su edición de mayo pasado, unas fotografías en las que aparece el sacerdote Alberto Cutie, de Miami, con una joven desconocida en una playa. Al inicio del fotorreportaje aparece la leyenda “¿Y el celibato?”, en clara alusión a que el presbítero mantiene una relación con la mujer con la que fue fotografiado.

Por un caso como el de Cutie algunos insisten en menospreciar la vida célibe, la ponen en entredicho. A continuación, “La Senda” presenta una exposición sobre el valor del celibato y sus repercusiones en la vida sacerdotal.

El celibato es un medio valiosísimo para vivir con alegría la disponibilidad total a las necesidades de la Iglesia y de los hombres. El sacerdote, siendo célibe, se puede entregar por completo a todos los hombres. ¿Sería esto posible si tuviese que atender a una familia y mantener unos hijos? ¿Podría amar con corazón indiviso a todos los hombres? En esto aparecen varios elementos.

El celibato no es renuncia al amor
En primer lugar, hay que considerar la libertad de la persona. Ni Dios ni la Iglesia obligan a nadie a asumir el Sacramento del Orden. Es un don de Dios concedido a la Iglesia. Esa respuesta libre asume todo lo que significa ser sacerdote, incluido el celibato que, como dice Paulo VI, es una riqueza para la Iglesia. Se supone que el “sí” que cada uno da, es meditado a la luz de la Palabra de Dios con todas sus exigencias y renuncias.
En segundo lugar, el celibato es un don, un regalo de Dios, y que es exigido para la recepción y el ejercicio del Sacerdocio. En la Iglesia latina la presencia de este don puede considerarse, junto con otras cualidades, como signo de verdadera vocación. Quien no lo tiene, insisto, tampoco posee el llamado.
Un tercer elemento a considerar es la importancia de la formación para el amor que aquél que tiene el don del celibato por el Reino de los Cielos, debe recibir. Quien está llamado al celibato no renuncia al amor, por el contrario, es convocado a un amor superior, sobrenatural.

Un “sí” que es la vida toda
En cuarto lugar, valoremos quién es el que llama. Aquél que nos invita a su seguimiento de un modo más exigente, “deja todo y sígueme”, fue el primero en hacerlo, y no sin esfuerzo. Quien no pudo mantener su promesa, sería mejor que pida la pérdida del estado clerical y la dispensa del celibato, antes que llevar una doble vida. Antes de eso, deben buscar los medios para permanecer fieles: la ayuda de sus superiores, que a veces no es suficiente; la amistad sacerdotal, la oración sincera.
Mantenerse célibe es decir “sí” cada día al Señor. Un “sí” que es la vida toda: el trabajo pastoral, la oración, la liturgia, la predicación, en fin, la dedicación al ministerio.

Que nadie se ponga en contra
No creo que esto sea contradictorio si algún día la Iglesia permitiera el ministerio sacerdotal a hombres casados. Hoy no es así. Quienes hemos sido llamados a ser célibes no debemos preocuparnos por eso. Esa remota posibilidad (aceptar hombres casados) no traería soluciones al célibe, sino problemas a la atención de la Iglesia. Por ello, que el célibe ame su celibato como un don de Dios y que lo cuide.
Si alguno no puede hacerlo, que no tema, la Iglesia, que es Madre, tiene la solución por medio de la pérdida del estado clerical y la dispensa del celibato (c. 290 y 291). Si alguno no puede mantenerse fiel a su promesa, que tampoco se ponga en contra.

P. Juan Morre, Diócesis de Morón, Argentina

 

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