Educar en la libertad y en el amor

Editorial

A medidos del mes de agosto fuimos testigos, a través de los medios de comunicación, del premio obtenido por tres adolescentes que conformaban el equipo mexicano de geografía en una competencia de carácter internacional. No obtuvieron un reconocimiento cualquiera, sino que se trajeron a casa, ni más ni menos, que la medalla de oro del Octavo Campeonato Mundial que realiza la organización National Geografic.

El hecho de que estos tres jóvenes sean campeones mundiales en geografía no nos debe hacer, como se dice comúnmente, perder el piso. Se trata de tres jóvenes excepcionales, y lo dicen algunos, de auténticos «garbanzos de a libra». Tampoco debemos pasar por alto que hay millones de niños, adolescentes y jóvenes en México que corren grave peligro de ver truncado su desarrollo humano, académico, espiritual, etcétera. Y es que la problemática que vivimos como mexicanos refleja la falta de una buena educación.

El tema de la educación ha sido abordado por grandes maestros, filósofos, secretarios de estado, entre otros prestigiados analistas, a lo largo de la historia. Hubo épocas en que se enfatizaba más en la formación de guerreros, omitiendo la formación académica. Han existido, también, modelos educativos que han querido responder a las exigencias del que está creciendo y aprendiendo a vivir. Los resultados han sido, unos loables y otros, llanamente nefastos.

Vemos a los estudiantes angustiados –aunque no todos– por asimilar los contenidos que les ofrecen sus maestros en materias como matemáticas, biología, leyes, física, química, ciencias sociales, ecología, etcétera. Ante este programa educativo, cabe la gran pregunta: ¿dónde quedan los principios de libertad, conciencia, voluntad, religión, inteligencia, amor?

No podemos negar que los jóvenes albergan grandes ideales. Existen personas que a lo largo de su vida han tenido todo para alcanzar sus metas; mas también existen otros que no han podido tener quien los impulse, pero que con base en el tesón y el esfuerzo han logrado trascender; otros tantos, no pocos, se han quedado en el camino.

Para educar armónicamente se requiere tener metas elevadas, grandes ideales. La responsabilidad de la educación de la familia, corresponde, en primer lugar, a los padres de familia. Los maestros son guías. Tanto a los padres de familia, como a los maestros, catequistas, a cada uno, desde su ámbito de responsabilidad, le corresponde ayudar al niño o joven para que en su escala de valores sepa ubicar y dar su lugar a Dios, a la familia, a los amigos, a la patria, a las ciencias, a las autoridades, etcétera. A los adultos nos corresponde, mientras tanto, presentar ideales atrayentes, formarlos integralmente, para que sepan tomar decisiones libres y responsables, y que el joven, desde su voluntad, sus aficiones, su carácter, sepa vencer los obstáculos que se le vayan presentando y vea cristalizadas sus metas y sueños.

 

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