Defendiendo la unidad

Corría el final del año 2000 cuando san Juan Pablo II,  en su carta apostólica Novo millennio ineunte, hacía un llamado de atención a la “pastoral de la familia ya que está constatando una crisis generalizada y radical a esta institución fundamental”. El Magisterio nos enseña que el matrimonio es un signo de unidad, de entrega recíproca, única, indisoluble, y que como tal responde al proyecto primitivo de Dios desde la creación del mundo, y que con Cristo se ha instaurado en su esplendor originario, que desde siempre había querido, elevándolo a la dignidad de sacramento, pues expresa además el gran misterio del amor esponsal de Cristo por su Iglesia (Ef 5, 32).

Por tanto, la familia es un proyecto divino que manifiesta el pacto que Cristo ha hecho con nosotros derramando su sangre en el monte Calvario por toda su Iglesia, redimiendo en la humanidad su condición de Esposa del Cordero, por san Pablo invita a sus oyentes cuando dice: “Maridos amen a sus mujeres como Cristo ha amado a su Iglesia y se ha sacrificado por ella” (Ef 5, 25). El matrimonio, germen de la familia, es profecía del amor de Cristo, es comunidad de encuentro e Iglesia doméstica, aún con sus retos y fragilidades, pero está sellada con la sangre del Cordero.

Por eso no podemos permitir que las ideologías de género desfiguren e impongan los derechos que nacen de la debilidad y de la fragilidad, porque aquello que se hace llamar inclusivo, está excluyendo la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer; una ideología de género que busca imponer una sociedad sin diferencias de sexo, vacía el fundamento antropológico de la familia y de la creación, crea familias sin identidad y determinadas por opciones individualistas, construyendo sociedades basadas en la nada. Defender la familia es defender al amor, defender la unidad, defender la vida misma. Hasta la próxima.

Fray Jesús Manuel Silván, OFM.

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