Como un pasillo de ingreso al área de cajas en los supermercados (del inglés super markets, que aglutinan millares de productos que comercializan a “bajo costo” por el proceso de adquisición, en desventaja para el productor) se hallan colocados una serie de grandes muestrarios: multiplicidad de estantes que ponen prácticamente a la mano del comprador un sinfín de artículos que, la mayoría de las veces, no resultan una compra necesaria (son, en su mayor parte, artículos desechables, chatarra), pero debido a esa cercanía, ese estar “al paso”, el consumidor acaba por echar a su carrito de compras.
Nuevo modus operandi
De este tamaño es la mecánica de cambios en las estrategias comerciales: es una vorágine que va de la promoción a la exhibición prácticamente “a bocajarro”, porque ya no es lo mismo ver por televisión, en internet o escuchar por radio la publicidad de un producto que encontrarlo literalmente hasta “en la sopa”. Hasta este punto, que podría considerarse bastante lejano, han llegado los ecos de un Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado hace veinte años con Estados Unidos (posteriormente se adicionaría Canadá), ese “robo a mano armada que nos enjaretaron en nuestras propias narices”, como lo dijo un economista en los meses subsiguientes a la firma. Sabíamos que estaríamos en desventaja, pero los indicadores macroeconómicos y las fluctuaciones de una moneda que en su mayor lapso de vida ha sido volátil frente al dólar, lograron marearnos y olvidar el asunto.
En carne propia
¿Quién, en su trayecto hacia el pago en cajas en estas tiendas, no ha sucumbido a tomar uno o dos de estos productos que alivian una aparente necesidad creada primero con base en sensaciones y después flanqueando inciertos intereses en la cabeza? La experta en análisis comercial, Corina Hawkes, en un artículo publicado en el semanario inglés The Economist, resaltó que el TLC ha propiciado “el surgimiento de empresas transnacionales de la alimentación mundial, la agroindustria y la profundización de la publicidad alimentaria mundial”. Y aquí es donde entramos nosotros: los consumidores, el blanco perfecto, las víctimas de una ola descomunal de productos que nos llegan a los ojos vía no solo la publicidad común, sino por los mediadores idóneos para su adquisición: las grandes cadenas comerciales, las corporaciones transnacionales –que casi siempre hacen negocio con el apoyo o el desconocimiento que, para el caso, viene a resultar lo mismo– de los gobiernos, las llamadas tiendas de conveniencia que, como si brotaran de la tierra, han venido a suplantar nuestros modelos de comercialización tradicionales: los mercados, los tianguis, las tienditas de la esquina.
En vías de extinción
Samuel P. Huntington escribió que la dimensión de una cultura se mide por el grado de penetración en otras culturas, en otros lugares, en otras poblaciones, donde llega no solo a enraizarse, sino a mimetizarse con la originaria. De modo semejante sucede con los procesos económicos (comercialización, venta, producción, moneda, mecánica cambiaria, etcétera): el modus operandi hoy es la suplantación de un modelo de intercambio-venta (tiendita, tianguis, mercado) por uno que aglutina y que supone un “beneficio” para el comprador (pero perjudicial para el productor): las tiendas de conveniencia que hay por millares en el país. ¿Estamos presenciando la extinción de estos modelos de compra que tan cercanos y familiares nos son? ¿Esta descarnada marea mundial económica acabará por sepultar estos sistemas tradicionales –va que vuela para ello–, y nuestras aspiraciones y raíces con ello?
Jacinto Buendía
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