Nos asola un hecho innegable: la necesidad de que sean perdonados nuestros pecados.
Todos tenemos muchas cosas buenas…, pero, al mismo tiempo, no podemos negar la presencia del mal en nuestra vida: somos limitados, tenemos una cierta inclinación al mal y defectos, y como consecuencia de esto, nos equivocamos, cometemos errores y pecamos. Esto es evidente y Dios lo sabe. De nuestra parte, sería tonto negarlo. En realidad… resultaría peor que tonto… San Juan dice que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y para purificarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, tachamos a Dios de mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1Jn 1, 8-10).
De aquí que una de las cuestiones más importantes de nuestra vida sea ¿cómo conseguir “deshacernos” de lo malo que hay en nosotros, de las cosas malas que hemos dicho o de las que hemos hecho mal? Esta es una de las principales tareas que tenemos entre manos: purificar nuestra vida de lo que no es bueno, sacar lo que está podrido, limpiar lo que está sucio: librarnos de todo lo que no queremos de nuestro pasado. Pero, ¿cómo hacerlo?
Un arma infalible para redimir
No se puede volver al pasado, y vivir los días idos de manera diferente… Sólo Dios puede renovar nuestra vida con su perdón. Y Él quiere hacerlo… hasta el punto en que el perdón de los pecados ocupa un lugar muy importante en nuestras relaciones con el Señor.
Así como respetó nuestra libertad, el único requisito que exige es que nosotros queramos ser perdonados: es decir, que rechacemos el pecado cometido (esto es el arrepentimiento) y nos propongamos no volver a cometerlo. ¿Cómo nos pide que mostremos nuestra buena voluntad? A través de un gran regalo que Él mismo nos ha hecho.
En su misericordia infinita nos dio un instrumento que repara todo lo malo que pudimos haber hecho. Se trata del Sacramento de la Penitencia, al que un gran santo llamaba el “Sacramento de la Alegría”, porque en él se revive la parábola del “Hijo pródigo”, y termina en una gran fiesta en los corazones de quienes lo reciben.
Confesión y gracia: a la mano
De esta forma nuestra vida se va renovando, siempre hacia adelante, ya que Dios es un Padre bueno, que está siempre dispuesto a perdonarnos, sin guardar rencores, sin enojos, etcétera. Premia lo bueno y valioso que hay en nosotros; y lo malo y ofensivo, lo perdona. Es uno de los más grandes motivos de optimismo y alegría: en nuestra vida todo tiene arreglo, incluso las peores cosas pueden terminar bien (como la del hijo pródigo), porque Dios tiene la última palabra, y esa palabra es de amor misericordioso.
La confesión no es algo meramente humano: es un misterio sobrenatural. Consiste en un encuentro personal con la misericordia de Dios en la persona de un sacerdote.
Dejando de lado otros aspectos, aquí mostraremos de manera sencilla que confesarse es razonable, que no es un invento absurdo y que, incluso, humanamente tiene muchísimos beneficios. Hay que pensar los argumentos… pero más allá de lo que la razón nos pueda decir, vale la pena acudir a Dios pidiéndole su gracia: eso es lo más importante, ya que en la confesión no se realiza un diálogo humano, sino un diálogo divino que nos introduce dentro del misterio de la misericordia de Dios.
Algunas razones para confesarse
Poder absoluto y restringido
En primer lugar, porque Jesús dio a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados; esto es un dato, pero también una razón definitiva, la más importante. En efecto, tras haber resucitado, fue lo primero que hizo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar” (Jn 20, 22-23). Los únicos que han recibido este poder son los Apóstoles, y sus sucesores. Se los dio precisamente para que nos perdonen los pecados a todos, sin distinción. Por lo tanto, cuando quieres que Dios te borre los pecados, sabes a quien acudir, sabes quienes han recibido de Dios ese poder.
Una disposición del Señor
Porque la Sagrada Escritura lo manda explícitamente: “Confiesen mutuamente sus pecados” (St 5, 16). Esto es consecuencia de la razón anterior: te darás cuenta de que perdonar o retener presupone conocer los pecados y disposiciones del penitente. Las condiciones del perdón las pone el ofendido, no el ofensor. Es Dios quien perdona y tiene poder para establecer los medios para otorgar ese perdón. De manera que no soy yo quien decide cómo conseguir el perdón, sino Dios el que decidió (hace dos mil años de esto…) a quién tengo que acudir y qué tengo que hacer para que me perdone. Entonces, nos confesamos con un sacerdote por obediencia a Cristo.
Cara a cara con Cristo
Porque en la confesión te encuentras con Cristo. Esto se debe a que es uno de los siete Sacramentos instituidos por Él mismo para darnos la gracia. Te confiesas con Jesús, el sacerdote no es más que su representante. De hecho, la formula de la absolución dice: “Yo te absuelvo de tus pecados”. ¿Quién es ese «yo»? No es el Padre Fulano ¬-quien no tiene nada que perdonarte porque no le has hecho nada-, sino Cristo. El sacerdote actúa en nombre y en la persona de Cristo. Como sucede en la Misa cuando el sacerdote para consagrar el pan dice “Esto es mi cuerpo”, y ese pan se convierte en el cuerpo de Cristo (ese «mi» lo dice Cristo); cuando te confiesas, el que está ahí escuchándote, es Jesús. El sacerdote no hace más que «prestarle» al Señor sus oídos, su voz y sus gestos.
Dos dimensiones
Porque en la confesión te reconcilias con la Iglesia. Resulta que el pecado no sólo ofende a Dios, sino también a la comunidad de la Iglesia: tiene dimensiones vertical (ofensa a Dios) y horizontal (ofensa a los hermanos). La reconciliación, para ser completa, debe tocar esas dos dimensiones. Precisamente el sacerdote está ahí también en representación de la Iglesia, con la que también te reconcilias por su intermedio. El aspecto comunitario del perdón exige la presencia del sacerdote, sin él la reconciliación no sería «completa».
Hay autoridad en la confesión
El perdón es algo que «se recibe». Yo no soy el artífice del perdón de mis pecados, es Dios quien los perdona. Como todo sacramento, hay que recibirlo del ministro que lo administra válidamente. A nadie se le ocurriría decir que se bautiza solo ante Dios… sino que acude a la iglesia a recibir el Bautismo. A nadie se le ocurre decir que consagra el pan en su casa y se da de comulgar a sí mismo… Cuando se trata de sacramentos, hay que recibirlos de quien corresponde, quien los puede administrar válidamente.
Eduardo Volpacchio