Construir la esperanza

Editorial

Dicen que todo camino, ya sea corto o largo, comienza con el primer paso. Sin ese impulso primigenio no podrían tener lugar los pasos subsecuentes. A menudo, ese primer paso implica deshacerse de lastres, de una pesada carga, de malos hábitos, incluso de dolorosos tropiezos para poder avanzar. Los caminos, ya se sabe, se abren a distintas direcciones: el rumbo, entonces, va a depender de lo que se busque conseguir, de las expectativas, de aquello que motiven esos pasos. No desfallecer a mitad del sendero tiene que ver con la capacidad de adaptación y la fortaleza con que se acometa toda empresa. Todo camino, asimismo, tiene sus tramos difíciles y otras partes no tan escabrosas. Ir recorriendo un sendero llano va a depender de la inventiva para resolver y evadir obstáculos.

El final de un año, por otra parte, puede representar el cerrar la pinza de algunos procesos y acontecimientos sucedidos a lo largo de esos doce meses. El año que recién termina ha sido un camino que todos hemos recorrido: el balance, positivo o negativo, cada quien lo ha de determinar, pero el resultado final es consecuencia del esfuerzo invertido y de las ilusiones puestas al servicio de algún proyecto personal, familiar o laboral.Estos primeros días del mes de enero constituyen el primer paso de un camino apenas trazado, que se esboza sugerentemente y que requiere concentrar fuerzas y pensamiento en el andar para alcanzar el horizonte propuesto: planear, con un rumbo bien claro, nos llevará al otro lado del camino, a ver concretadas nuestras ilusiones y metas; sin embargo, nadie ha dicho que este proceso sea sencillo y aparezca exento de dificultades. Queda confiar, no como Tomás, sin tener a la vista el puerto anhelado.

Al internarnos en un nuevo sendero se tiene la esperanza de recorrerlo en su totalidad y conocer el otro extremo. La esperanza es el motor, el impulso, la vitalidad. Y la esperanza es una cualidad cristiana. Las grandes construcciones llevan tiempo, e implican un caudal de inversiones, sesiones de planeación y conjuntar ideas y esfuerzos. Construir la esperanza en tiempos turbulentos como los que nos ha tocado vivir, conlleva un trabajo significativo día tras día, de sacrificio y entrega.

Un ingrediente básico de la esperanza es creer sin que los resultados sean tangibles, bien dicen que por la esperanza se hace todo lo que tiene lugar en el mundo: en el fondo de toda acción subyace la esperanza, que abre un amplio abanico de posibilidades y satisfacciones.

El desempeño de todo hombre y mujer se hace movido por la esperanza. Apostarle al futuro es un fruto de la esperanza, un fruto intangible pero capaz de accionar todos los mecanismos que componen nuestro pensar y actuar, con miras a contribuir al mejoramiento de nosotros mismos, de nuestra familia, nuestros semejantes, nuestra ciudad, nuestro país. La esperanza y la fe van de la mano, se acompañan, se nutren, se abren campo la una a la otra para internarse en los recovecos más profundos del ser humano: por esperanza se trabaja, se ama, se está ahí en las necesidades y en los momentos gratos, se pone todo el empeño tanto en las tareas más cotidianas como en aquellas que implican grandes esfuerzos.

La esperanza no ha de ser un mero concepto cargado de un matiz positivista: la esperanza es una herramienta que nos puede llevar a conseguir todo aquello que nos propongamos, incluso esas metas e ilusiones que, en un principio, parecieran más una utopía que un éxito al alcance de la mano.

Construir la esperanza es tarea de todos. En este primer mes del año tengamos esperanza, pues ésta, sin importar los golpes y la intensidad de la corriente que nos empuja hacia atrás, no desfallece, no se agota, nunca deja de ejercer su influencia cuando confiamos con entereza. Construir la esperanza es tener fe, en Dios, en nosotros, en quienes nos rodean.

“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Lejos de mí no pueden hacer nada”, dijo Jesús. La esperanza tiene su raíz en el Señor, en su mensaje de esperanza, en su vida y sacrificio en una vida futura: la esperanza es una virtud, una delicada cualidad que, como católicos, nos define y nos caracteriza.

 

 

 

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