Conociendo Spe Salvi, la esperanza nos acompaña

Tercera y última parte
En recuerdo de que la “esperanza es una palabra central de fe la bíblica”, tal como lo señala el Pontífice Benedicto XVI en la introducción de la Carta Encíclica Spe salvi (“En esperanza fuimos salvados”), publicada en noviembre del año pasado, abriguemos, como fieles católicos, la esperanza en la redención, en la salvación eterna.

Hoy presentamos la tercera y última parte del análisis a este documento papal, convencidos de que los lectores de La Senda sabrán utilizar lo que de ella aprendan en el servicio a nuestros hermanos.

¿Vale la pena sufrir? 
Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor a la verdad y a la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿Somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo?

Poner la verdad por encima de la comodidad 
La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad (estado o condición de incólume) física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira.

Bacon, Kant, Engels: la esperanza se cambia por “la fe en el progreso” 
Al desaparecer la verdad del más allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del Cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la Teología en la crítica de la política. El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo definitivamente bueno, ya no procede simplemente de la ciencia, sino de la política; de una política pensada científicamente, que sabe reconocer la estructura de la historia y de la sociedad, y así indica el camino hacia la revolución, hacia el cambio de todas las cosas.

El Infierno o el Cielo son una elección de toda la vida 
La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra Infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son.

Lo que hacemos puede ayudar y consolar a nuestros muertos 
Sin embargo, se puede dar a las almas de los difuntos “consuelo y alivio” por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?

María, una luz en nuestro camino 
La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su “sí” abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (Cfr. Jn 1, 14)?

 

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