La Eucaristía es un encuentro personal con Dios, un encuentro dominical para el que el fiel católico se debe preparar durante la semana: trabajar en la disposición al silencio, en la inclinación a contemplar al Señor y su obra, en el diálogo íntimo y enriquecedor con Dios que es la oración, en el ejercicio de la virtud de la caridad y en poner el corazón en el otro, en los semejantes, mediante la escucha atenta. Todo esto es requisito para vivir una Eucaristía y hacer vida lo que allí se vive y se escucha.
Silencio
El silencio es un poder. Sin él es muy difícil escuchar. Nuestras Eucaristías son pobres en silencio. Parece como si nos violentáramos por el simple hecho de estar unos segundos sin decir nada.
El silencio es el ruido de la oración. El silencio, después de la homilía, es interpelación. El silencio, después de la Comunión, es gratitud a Dios por tanto que nos ha dado. El silencio se llena todo de nuestras intenciones personales, peticiones o deseos.
La música o el canto, los símbolos y otras cosas secundarias, nunca pueden ser una especie de complementos que hagan más “digerible” la Eucaristía. El silencio no es ausencia de…, es cultivar un lugar para que Dios nazca.
Contemplación
La Eucaristía se hace más sabrosa cuando se le contempla. En el horizonte inmenso todo parece igual, pero cuando los ojos quedan fijos en él, surgen detalles que a simple vista parecían no existir.
Con la Eucaristía ocurre lo mismo. Es un paisaje que puede parecer todos los días igual. Sentarse, relajarse, olvidarse de lo que rodea lleva al alma contemplativa, a la persona contemplativa a vivir una serie de sensaciones que son la presencia escondida de Dios.
De camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile que me ayude”. Le respondió el Señor: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada”. (Lc 10, 38-42).
Oración
La oración y la Eucaristía van de la mano como la cerradura se acciona con la llave. El diálogo con Jesús se hace más fecundo después de haber escuchado la Palabra de Dios. Para que la Eucaristía resulte vibrante, no es cuestión de recurrir a la ayuda puntual del ritmo maraquero o guitarrero. En el diálogo de las personas está el crecimiento personal y comunitario. En la oración reside uno de los potenciales más grandes para entender, comprender y vivir intensamente la Eucaristía.
“Cuando oréis, no seáis como los hipócritas que son amigos de rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas, para exhibirse ante la gente. Ya han cobrado su paga, os lo aseguro. Tú, en cambio, cuando quieras rezar, echa la llave y rézale a tu Padre que está ahí en lo escondido; Tu Padre que ve lo escondido te recompensará” (Mt 6, 5-6).
Caridad
La fuente de la caridad perfecta es la Eucaristía. La fuente de la caridad que nunca se agota ni se cansa es la Eucaristía. En ella contrastamos nuestros personales egoísmos con las grandes carencias que existen en el mundo que nos rodea. Cada día que pasa es una oportunidad que Dios nos da para ofrecer algo o parte de la riqueza material o personal que podemos tener cada uno de nosotros.
Hay dos dimensiones que nunca podemos olvidar al celebrar la Eucaristía: la caridad hacia Dios y la caridad hacia los hermanos. Amar a Dios con todo el corazón y con toda nuestra alma es subirse al trampolín, para saltar y amar, aunque se nos haga duro y a veces imposible, a los más próximos a nosotros. Y, esos próximos, ¡qué lejos los tenemos muchas veces del corazón y qué cerca físicamente!
Hoy, de todas maneras, está más de moda mirar horizontalmente al hombre que verticalmente acordarnos de que Dios existe.
“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Él dijo: “El que practicó la misericordia con él”. Le dijo Jesús: “Vete y haz tú lo mismo”.
Escucha
Cuando Dios habla no nos da simple información: se nos revela. Su Palabra es un escáner por el que vamos conociendo el corazón de Dios, sus sentimientos, sus pensamientos y, también, lo qué tiene pensado para cada uno de nosotros. Lo que quiere de cada uno de nosotros.
El Antiguo Testamento nos prepara a la venida de Cristo. Las epístolas y otras lecturas nos ofrecen las reflexiones de San Pablo y de otros contemporáneos sobre Jesucristo, su vida y su mensaje. El Evangelio nos da la clave de cada encuentro eucarístico. Es el punto culminante de toda la Liturgia de la Palabra. Es en este momento cuando puestos de pie rendimos homenaje presente en la Palabra.
Le reclamaba una vez por la noche al Señor:
– ¿Por qué, Señor, no me escuchas, si cada noche te hablo…? ¿Por qué, Señor, no me atiendes, cuando en cada momento te pido…? ¿Por qué, Señor, no te veo, si oro constantemente…? En esta noche, Señor, hablo y hablo contigo, mas no siento tu presencia, ¿por qué, Señor, no me tomas en cuenta?
A lo que Dios contestó: Cada noche escucho tu clamor, cada noche trato de atender, cada noche trato de hacerme ver delante de ti, y quisiera cumplir tus deseos. Pero me hablas y pides muchas cosas, las cuales escucho con atención; sin embargo, en cuanto terminas de agradecer y de pedir lo que necesitas, terminas tu oración sin darme oportunidad de hablar
Una conversación es un diálogo entre dos, muchas veces hablamos con Dios pero no nos damos un tiempo para escuchar su voz. ¿Alguna vez has tratado de hablar con alguien que no te deja decir ni una sola palabra? Pues bien, Dios quiere hacernos escuchar su voz y para eso necesita que le des la oportunidad de hacerlo, y sólo entonces, al escuchar su voz y guardar silencio por un momento, tu oración será completa, y Dios cumplirá su promesa de darte todo aquello que pidas con fe.
Ustedes, pues, escuchen la parábola del sembrador. Le sucede a todo el que oye la Palabra del anuncio del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado en pedregal es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumbe enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos es el que oye la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta.
J.Leoz