Crónica y comentario de la beatificación de Monseñor Romero, mártir de la fe
La Eucaristía que no pudo terminar el mártir
Como firma del cielo, poco antes del canto del “Gloria” en la Plaza del Divino Salvador, insuficiente para contener a una gran multitud orante y agradecida, el sol intenso se rodeó de un halo multicolor que sorprendió a todos. Fue como el sello de la verdad a la palabra solemne y sencilla del Papa Francisco que había declarado beato a Monseñor Oscar Arnulfo Romero, declaración que venía “a colmar la esperanza de muchísimos fieles cristianos”. El documento pontificio lo definió “obispo y mártir, pastor según el corazón de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del Reino de Dios, reino de justicia, fraternidad y paz”.
Ninguna exageración contienen esas palabras. El odio a la fe, manifestado en la búsqueda de acallar su voz y que tuvo efectos en marzo de 1980, mientras celebraba la Eucaristía, no logró que una memoria limpia y cercana se disipara en el olvido, sino que fuera antorcha luminosa que roturara el camino de la paz y la lenta pero alcanzable reconciliación.
La Eucaristía de esa mañana del 23 de mayo en San Salvador, fue la celebración que no pudo completar don Oscar Arnulfo en la oscuridad invernal en plena primavera de aquel 24 de marzo. Los cantos populares de fiesta, la presentación sobria de una biografía sin excesos ni vanas alabanzas, la invitación a vivir la verdadera caridad que doblega el falso poder del mal, dominaron un ambiente en el que reinó la alegría, la llamada a hacer vida el trazo de los bienaventurados: “Los pobres, los limpios de corazón, los que trabajan por la justicia, los artífices de la paz…”
Debo decir que muchas veces he escuchado y proclamado los cantos, salmos y lecturas que ese día se proclamaron, pero que parecieron en la ocasión mensajes de verdades contundentes y comprometedoras, invitación a darle sentido a la vida en esta tierra. El Antiguo y el Nuevo Testamento formaron una escala ascendente de grata y reflexiva melodía.
Debo decir también que no soy afecto a las reliquias y que huesos, sangre y pedazos de tela no me inspiran devoción. He malrecomendado la película de Mel Gibson La pasión de Cristo, precisamente porque hay demasiada sangre y poca o ninguna redención. San Agustín ya afirmaba sobre la esencia del martirio: “No es el modo sino la causa”.
Sin embargo, el paso dentro de una cápsula de vidrio de la camisa con el impacto visible de la bala asesina llevada en hombros por seis diáconos con dalmáticas rojas, una palma, insignia antiquísima del martirio llevada por un niño, los “acuerdos de paz” firmados en Chapultepec y un anciano erguido aunque de andar difícil –el hermano menor del obispo mártir– con una canasta de flores en las manos, me parecieron de un significado legible por todos.
- Más allá de interpretaciones parciales
El día luminoso, el ritmo acompasado de la celebración litúrgica y los términos precisos de la homilía, disiparon preocupaciones de manipulación que unos pocos tenían: por una parte, la ideologización de sus palabras y acciones como si hubieran sido enfrentamientos políticos. El acercamiento cuidadoso a esas palabras y a esas acciones durante el proceso, convenció que se trató de un pastor conforme al corazón de Cristo, que “dio la vida por sus ovejas” y que padeció la muerte a causa de la congruencia que sostuvo con su fe, que es la fe limpia de la Iglesia desde sus principios. Por otra parte, no faltaron quienes trataron de diluir en conceptos amplios como “el amor” o “la entrega”, lo que fue labor paciente y concreta que no llamó al odio sino a la conversión al Evangelio.
La ocasión zanjó una falsa doble ruta de la Iglesia en el mundo, como si sus miembros pudieran, unos, dedicarse a la oración desencarnada, milagrera y evasiva y otros se comprometieran en las luchas sociales. Como si bastara el cumplimiento superficial de rituales o algunos momentos piadosos en medio de una vida secularizada en cuanto a la moral, la preocupación por el prójimo y la congruencia entre fe y vida. La historia concreta de la Iglesia en Centroamérica en la etapa de la “guerra fría” –así la vio el concienzudo estudio del postulador de la causa, Monseñor Vincenzo Paglia– encontró a Romero, quien “[…] al igual que otros sacerdotes en aquellos años, fue víctima de un sistema oligárquico formado por personas que se profesaban católicas y veían en él a un enemigo del orden social occidental y de lo que ya Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno, llamaba ‘dictadura económica’ […] Se pretendió hacer creer que la defensa concreta de los pobres era fruto de una teología herética y de doctrinas comunistas. Y con ese argumento se oprimieron pueblos enteros y muchos hombres de Iglesia fueron perseguidos hasta el martirio”.
Años fueron del Concilio Vaticano II y de su lectura en Latinoamérica. Años de persecuciones abiertas o solapadas a quienes algún obispo salvadoreño calificó como “algunos hijos de la Iglesia que han perdido el camino y se han colocado fuera de la ley”. Años de testimonio para hacer vida lo que no eran solamente documentos, sino un acontecimiento del Espíritu, al único al que se le debe docilidad. En el paso de la comunidad cristiana por la historia de veinte siglos, la mejor prueba de seguimiento al Evangelio es la vida de los santos y de entre estos, la de los mártires.
Don Oscar Arnulfo escribió en su diario poco antes de su muerte: “[…] Pongo bajo la providencia amorosa del Corazón de Jesús toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte. Tampoco quiero darle una intención, como me gustaría, por la paz de mi país o por el crecimiento de nuestra Iglesia… porque el Corazón de Cristo dará la orden que quiera. Solo tengo que vivir feliz y confiado, sabiendo con certeza que Él está en mi vida y mi muerte… otros proseguirán con mayor sabiduría y santidad la obra de la Iglesia y de la patria”.
- Pasó la fiesta, viene el compromiso
Me sentí agradecido por poder tomar parte en esta celebración de fe, de haber puesto sobre mis hombros la estola roja y orar con el fervor de la gente sencilla en este “Pulgarcito de América”, como cariñosamente llamó a El Salvador la poetisa Gabriela Mistral. Se me vinieron a la memoria experiencias vividas en los años más difíciles de Centroamérica. Extrañé, sin embargo, una mayor presencia mexicana. Solo estuvieron ahí dos obispos: Monseñor Raúl Vera, de Saltillo y don Alfonso Humberto Robles, Emérito de Tepic. No quiero interpretar ese hecho como indiferencia o poca sensibilidad, tampoco puedo rechazar darle color a esa ausencia.
Pasó la fiesta, viene el compromiso. Este habrá de entrelazarse a la purificación de la memoria y a la fecundidad que viene de la “semilla que cae en tierra buena” del Evangelio. Ocasión de gozo y reflexión para la Iglesia entera, católica, universal, es la presencia viva de este “Profeta del pecho herido, Siervo de la luz quemante”, como se le llamó esa gloriosa mañana.
Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco
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