¡Este es el día del triunfo del Señor!
Justo al cumplirse un mes de la muerte del Cardenal Adolfo Antonio Suárez Rivera, se celebró una solemne Misa en la Catedral de Tepic, de donde fue obispo por nueve años.
A continuación ofrecemos a los lectores de La Senda un fragmento de la homilía que pronunció Mons. Gustavo Rodríguez, Obispo Auxiliar de Monterrey, en la Misa exequial del Cardenal Suárez.
“La Iglesia de Dios que peregrina en Monterrey, junto con toda la Iglesia mexicana, tiene un motivo para vivir esta Pascua de 2008 de forma extraordinaria: nuestro Arzobispo Emérito, el señor Cardenal Adolfo Antonio Suárez Rivera, ha sido llamado por nuestro Padre Dios a gozar de la Pascua eterna.
El pasado Jueves Santo, mientras que en todos los templos estaba concluyendo la Misa de la cena del Señor, don Adolfo Antonio entraba con Jesús al Huerto de los Olivos para iniciar una Pasión que se prolongaría hasta los primeros minutos del Sábado Santo y así pasar, junto con Cristo, de este mundo al Padre.
Su nacimiento y toda su vida fueron un evangelio, una buena nueva, en primer lugar para su propia familia: su padre, don Adolfo, a quien perdió siendo niño, apenas a los nueve años de edad, pero que desde el Cielo acompañó su vocación sacerdotal; su madrecita, doña Alicia, a quien tanto amó y quien lo apoyó en su ministerio sacerdotal y en los primeros diez años de su labor episcopal. A todos los sacerdotes siempre solía preguntarnos por nuestra familia, y a muchos nos recomendaba estar al pendiente especialmente de nuestros padres.
Sus años de seminarista en San Cristóbal, Veracruz y en Roma, Italia fueron vividos intensamente, con piedad y dedicación a los estudios, sin dejar de cultivar, al mismo tiempo, una excelente relación con sus compañeros.
Fue ordenado Obispo en Tepic (1972-1981), su primera diócesis, a la que sirvió con tanto cariño por espacio de nueve años. Luego, sirvió durante tres años como Obispo en la Diócesis de Tlalnepantla, para llegar por fin con nosotros, el 12 de enero de 1984, como décimo Arzobispo de esta Arquidiócesis de Monterrey, a la que amó y sirvió durante 19 años.
Prestó algunos servicios a la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, y luego, durante seis años, fungió como Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, contribuyendo grandemente al restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre México y el Estado Vaticano.
En aquellos años difíciles para México y para la Iglesia, siguió caracterizándose por su gran congruencia en el hablar y actuar, sin por ello caer en la cobardía de callar lo que tenía que decir con valor, lo cual le acarreó incomprensión, críticas e incluso enemigos, mientras contribuía a que en la Iglesia se fortaleciera la opción preferencial por los pobres, y nos daba un excelente ejemplo a seminaristas y sacerdotes para ejercer nuestro ministerio, sin juzgarnos a nosotros mismos y a nuestros propios intereses.
En noviembre de 1994, arribó a la ciudad y al país, trayendo en su persona, por primera vez, el cardenalato, que el Papa Juan Pablo II le otorgó en razón de su meritoria trayectoria al servicio de la Iglesia.
Como el apóstol San Pedro, que levantó su voz ante la multitud congregada el día de Pentecostés, don Adolfo Antonio supo hacer oír su voz cuando fue oportuno, y al mismo tiempo, supo mantener un bajo perfil y pasar desapercibido con toda sencillez, dejando que las cosas sucedieran como por obra de toda la Iglesia; sobre todo, que se manifestara la mano de Dios en todo acontecimiento eclesial. Su sencillez y humildad conmovieron a muchos, especialmente cuando llegó su retiro y mediante su oración acompañó el ministerio de su sucesor y el caminar de su amada Iglesia.
Urgen hoy muchos nuevos y santos seminaristas, “valientes”, como les decía don Adolfo Antonio, dispuestos a entregar su vida entera por Cristo.
Urge que los sacerdotes y oispos nos mantengamos en formación permanente, según el espíritu del Concilio al servicio de la Iglesia, con la sabiduría y la entrega que don Adolfo Antonio nos dio testimonio.
Hasta luego, amigo fiel; hasta pronto, padre bueno, te dejamos en el regazo amoroso de nuestra Madre del Cielo, Santa María de Guadalupe; te entregamos en los brazos de Dios nuestro Padre, y nos veremos en la eternidad en Su presencia. Amén, amén, amén”.
Gustavo Rodríguez,
Obispo Auxiliar de Monterrey