Dios al crearnos –dice la biblia- nos hizo semejantes a Él, pero también nos dio su Espíritu para que tuviéramos vida. Gracias a ésto es que los seres humanos somos seres espirituales. En la época moderna este término se ha distorsionado reduciendo la espiritualidad a la búsqueda de lo que cada persona desea, es por ello que en nuestros días encontramos tantas espiritualidades falsas, que no llenan el corazón de las personas sino que les da una paz pasajera. El Catecismo de la Iglesia Católica, en el numeral 1703, dice que la persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su verdadero bien, así encuentra su perfección en la búsqueda y el amor a la verdad y al bien. En virtud de nuestra alma y de las potencias espirituales de entendimiento, estamos dotados de libertad. Esta libertad corrompida es la que ha llevado al ser humano a buscar caminos diferentes a los que su ser natural le guía. Sin embargo, el deseo de encontrar a Dios nunca se va.
Esta búsqueda constante está presente en el corazón del hombre maduro pero indudablemente está también en el corazón de los niños. Hemos cometido el error de creer que los pequeños no pueden tener una espiritualidad activa cuando en realidad, sus virtudes naturales le permiten que el conocimiento de Dios sea más sencillo, aunque de acuerdo a su edad.
La declaración sobre la educación cristiana dice que la espiritualidad, es decir, la cercanía con su Creador, no persigue solamente la madurez de la persona humana, sino que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don de la fe, aprendan a adorar a Dios Padre en el espíritu y en verdad, ante todo en la acción litúrgica, adaptándose a vivir según el hombre nuevo en justicia y en santidad de verdad, y así lleguen al hombre perfecto: Cristo.
Pero, ¿cómo cultivar la espiritualidad en la infancia? La iglesia invita a que se promueva un constante espíritu de oración, que se lea cotidianamente la Sagrada Escritura para adquirir un sublime conocimiento de Cristo; también se invita a la participación activa en la liturgia, no sólo con los labios, sino con todo el corazón, alimentándose del banquete celestial, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y finalmente, amando a todos los miembros de la Iglesia y formando parte de ella.
No olvidemos que para fomentar la espiritualidad y la fe en los niños, los adultos no sólo debemos ser instructores, sino practicantes fieles de esta fe. Y cuando, ante las carencias del corazón, tengamos dudas de nuestra fe, recordemos aquella frase de San Agustín: Nos creaste para ti Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto hasta que descanse en Ti.