Editorial
A la comunidad de los discípulos que seguían a Jesús podría llamársele, sin ningún reparo y sin apelar a un romanticismo falto de cordura, familia. Constituían un entramado familiar y social que no solo se abocaba a la divulgación de las enseñanzas de Jesús, sino que sus miembros veían unos por otros: se acompañaban en la pesca, iban hombro a hombro en los caminos y se procuraban alimentos unos a otros, movidos por ese espíritu de servicio y entrega de los que Jesús les daba ejemplo todos los días. Jesús entendió pronto que eres cariz de hermandad –al que no le hacía falta el lazo de la sangre– volvería más fuerte y sólida aquella unión que Él buscaba no nada más para su círculo más próximo, sino para todas aquellas comunidades, pueblos y ciudades por las que iba pasando y donde dejaba plantada una semilla que su Padre se encargaría de hacer crecer, auxiliado en esta tarea por el Espíritu Santo.
Se ha dicho incontables veces que la sociedad (mexicana, o de cualquier otro país) se encuentra en franco declive. Que se percibe un alto grado de descomposición que pasa por la no observancia de los valores y por el desapego creciente entre lo que se hace y lo que se cree, o lo que se dice creer: porque la creencia en Dios no basta, lo sabemos, hay que mover las manos. San Pablo lo sentenció con todas sus letras: una fe sin obras es una fe vana, es decir, si se pregona que se cree en Dios pero por dentro somos una higuera estéril el camino no se presenta alentador. En una carta a los Romanos el profeta dejó dicho que “si confiesas con tu boca que Jesús es tu señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo”. Pero esa salvación no llega por sí sola: los merecimientos para ir a la Casa del Padre son muchos y tienen que formar parte de un plan de vida, ser constantes y desprendidos.
En el plano individual hay mucho que hacer, pero en el ámbito familiar, como núcleo de seres que se aman y se apoyan, también la tarea que se abre por delante es enorme y con vastas recompensas. “Se trata de la consecuencia de la realidad familiar fundada en el amor: naciendo del amor y creciendo en él, la solidaridad pertenece a la familia como elemento constitutivo y estructural”, apela el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (n. 246). La familia como agente social debe tener protagonismo, tiene que asomar a la calle e ir a esos sitios en que se precisa del aliento de Dios y de su misericordia. La solidaridad no debe ceñirse a un plano tendiente hacia el interior, de índole mutua, sino que tiene que encontrar las formas y canales de una activa participación en las esferas sociales, ya sea en el barrio, la colonia, alguna asociación o grupo de formación.
“Las familias deben crecer en la conciencia de ser ‘protagonistas’ de la llamada ‘política familiar’, y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad” (CDSI, n. 247). En efecto, la solidaridad que parte de la familia como agente protagonista de lo social puede asumir un “rostro de servicio y atención a cuantos viven en la pobreza y en la indigencia, a los huérfanos, a los minusválidos, a los enfermos, a los ancianos, a quien está de luto, a cuantos viven en la confusión, en la soledad o en el abandono”. Y para ello puede valerse del instrumento de la asociación, del unir manos para hacer fuerza, del unir corazones para procurar la cercanía y el apego con quienes sufren, y sobre todo del unir voluntades para generar cambios. La Doctrina Social sugiere: “Las familias tienen el derecho de formar asociaciones con otras familias e instituciones, con el fin de cumplir la tarea familiar de manera apropiada y eficaz, así como defender los derechos, fomentar el bien y representar los intereses de la familia” (n. 247). La solidaridad, bien gestionada y dirigida, puede acoger propósitos de bien común y llevarlos a su realización y aliviar carencias personales, familiares y sociales.