Aunque esta fiesta del 2 de febrero tiene lugar fuera del tiempo de Navidad, es una parte integrante del relato navideño, es una chispa de fuego, una Epifanía del día cuadragésimo. Navidad, Epifanía y Presentación del Señor son tres paneles de un tríptico litúrgico.
Se trata de una fiesta antiquísima de origen oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el siglo IV, a los cuarenta días de la fiesta de la Epifanía, el 14 de febrero. La peregrina Eteria, que cuenta esto en su famoso diario, añade el interesante comentario de que se “celebraba con el mayor gozo, como si fuera la Pascua misma”. Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente y Occidente. En el siglo VII, tal vez antes, fue introducida en Roma. Se asoció con esta fiesta una procesión de las candelas. La Iglesia romana la celebraba cuarenta días después de Navidad.
Entre las iglesias orientales se le conocía como “La Fiesta del Encuentro” (en griego, Hypapante), nombre muy significativo y expresivo, que destaca un aspecto fundamental del festejo: el encuentro del Ungido de Dios con su pueblo. San Lucas narra el hecho en el capítulo 2 de su Evangelio: obedeciendo a la Ley mosaica, los padres de Jesús llevaron a su Hhijo al templo cuarenta días después de su Nacimiento, para presentarlo al Señor y hacer una ofrenda por Él.
Esta fiesta comenzó a ser conocida en Occidente desde el siglo X, con el nombre de Purificación de la bienaventurada Virgen María, por lo que fue incluida entre las fiestas dedicadas a Nuestra Señora. Pero esto no era del todo correcto, ya que la Iglesia celebra en este día, esencialmente, un misterio de nuestro Señor. En el calendario romano, revisado en 1969, se cambió el nombre por el de “La Presentación del Señor”. Esta es una indicación más verdadera de la naturaleza y del objeto de la fiesta. Sin embargo, ello no quiere decir que infravaloremos el papel importantísimo de María en los acontecimientos que celebramos. Los misterios de Cristo y de su Madre están estrechamente ligados, de manera que nos encontramos aquí con una especie de celebración dual, una fiesta de Cristo y de María.
La bendición de las candelas (velas) antes de la Misa y la procesión con las velas encendidas son rasgos chocantes de la celebración actual. El misal romano ha mantenido estas costumbres, ofreciendo dos formas alternativas de procesión. Es adecuado que, en este día, al escuchar el cántico de Simeón en el Evangelio (Lc 2, 22-40), aclamemos a Cristo como “Luz para iluminar a las naciones y para dar gloria a tu pueblo, Israel”.